Acompañado por el suboficial, Nejliúdov volvió a salir al patio oscuro, tenuemente iluminado por la luz roja de los faroles.
—¿A dónde? —preguntó un soldado al que acompañaba a Nejliúdov.
—A la sala quinta.
—Por aquí no se puede pasar, está cerrado. Hay que ir por la otra puerta.
—¿Y por qué está cerrado?
—Ha cerrado el jefe, y se ha marchado a la aldea.
—Bueno, entonces vamos por aquí.
El suboficial llevó a Nejliúdov a la otra entrada, y se acercó pisando unas tablas a la otra puerta. Desde el patio se oía el rumor de las voces y movimiento en el interior, como en una colmena. Cuando Nejliúdov se acercó más y se abrió la puerta, el rumor se intensificó y se convirtió en un intercambio de gritos, palabrotas y carcajadas. Se oyó un ruido resbaladizo de las cadenas, y pasó una ráfaga del conocido y pesado aire hediondo.
Ambas impresiones —el rumor de las voces con el sonido de las cadenas y ese aire horroroso— se unían siempre para Nejliúdov en un atormentador sentimiento de asco moral que se transformaba en náuseas físicas. Ambas impresiones se fundían y reforzaban la una a la otra.