El alojamiento de los presos políticos se componía de dos pequeñas salas, cuyas puertas daban a una parte del pasillo separada del resto por un tabique. Al entrar en la parte separada del pasillo, la primera cara conocida que vio Nejliúdov fue Simonson. Estaba en cuclillas delante de la estufa, con un tronco de pino en las manos.
Al ver a Nejliúdov, sin abandonar su postura, mirándole desde debajo de sus cejas pobladas, le tendió la mano.
—Estoy contento de que haya venido. Tengo que hablar con usted —dijo con expresión significativa, mirando fijamente a los ojos de Nejliúdov.
—¿De qué se trata? —preguntó Nejliúdov.
—Después hablaremos. Ahora estoy ocupado.
Y Simonson se ocupó de nuevo de la estufa que estaba encendiendo, según una teoría particular suya sobre la menor pérdida de energía calorífica.
Nejliúdov se disponía a entrar por la primera puerta, cuando por la otra apareció Máslova. Iba inclinada, con la escoba en la mano, barriendo en dirección a la estufa un gran montón de basura y polvo. Llevaba una blusa blanca, la falda recogida y medias. Tenía puesto el pañuelo en la cabeza, que llegaba hasta las cejas. Al ver a Nejliúdov, se irguió, tenía el rostro encendido y animado. Dejó la escoba, se limpió las manos en la falda y se paró delante de él.