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XII

Uno de los que acababan de entrar era un joven delgado, con pelliza corta y botas altas. Marchaba con paso ligero y rápido, llevando dos grandes teteras humeantes, y sosteniendo bajo el brazo un pan envuelto en un pañuelo.

—¡Hombre! Ha aparecido nuestro príncipe —dijo poniendo la tetera en medio de las tazas y dejando el pan—. Hemos comprado unas cosas estupendas —decía mientras se quitaba la pelliza y la lanzaba por encima de las cabezas de sus compañeros al catre del rincón—. Markel ha comprado leche y yo huevos, vamos a hacer una auténtica fiesta. Y Kirílovna sigue con su limpieza y con su orden estético —comentó sonriendo y mirando a Rántseva—. Bueno, ahora prepara el té —le dijo.

De la apariencia exterior de este hombre, de sus movimientos, del sonido de su voz, de su mirada, emanaba ánimo y alegría. El otro, también de baja estatura, huesudo, las mandíbulas muy salientes, mejillas hundidas de color terroso, magníficos ojos verdosos bastante separados y labios finos, era, por el contrario, un hombre de aspecto sombrío y triste. Llevaba un viejo abrigo guateado y unos chanclos encima de las botas. Traía dos pucheros y dos cestas. Al dejar ante Rántseva la carga, saludó a Nejliúdov inclinando la cabeza de tal forma que no cesó de mirarle a los ojos. Después le tendió de mala gana la mano sudorosa, y comenzó a sacar muy despacio las provisiones de las cestas.

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