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XVI

En la sala vecina se oyeron voces de los jefes. Todo quedó en silencio, y a continuación entró uno de ellos, con dos soldados de la escolta. Era el recuento. El jefe contaba a todos señalando a cada uno con el dedo. Cuando le llegó la vez a Nejliúdov, le dijo con expresión bondadosa y familiar:

—Ahora, príncipe, ya no puede quedarse después del recuento. Hay que marcharse.

Nejliúdov sabía lo que esto significaba, se le acercó y le metió tres rublos que tenía preparados.

—¡Bueno, qué vamos a hacer con usted! Quédese otro poquito.

El jefe quería marcharse cuando entró otro suboficial y detrás de él un preso alto, delgado, con un ojo amoratado y barba rala.

—Vengo por la niña —dijo el preso.

—¡Ha venido papá! —se oyó de pronto una sonora voz infantil, y la niña rubia apareció junto a Rántseva, que, en unión de María Pávlovna y Katiusha, cosía un vestido nuevo a la niña de una falda suya.

—Sí, hija, soy yo —decía cariñosamente Buzovkin.

—Ella está bien aquí —dijo María Pávlovna, mirando con pena la cara magullada de Buzovkin—. Déjala con nosotros.

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