En la sala vecina se oyeron voces de los jefes. Todo quedó en silencio, y a continuación entró uno de ellos, con dos soldados de la escolta. Era el recuento. El jefe contaba a todos señalando a cada uno con el dedo. Cuando le llegó la vez a Nejliúdov, le dijo con expresión bondadosa y familiar:
—Ahora, príncipe, ya no puede quedarse después del recuento. Hay que marcharse.
Nejliúdov sabía lo que esto significaba, se le acercó y le metió tres rublos que tenía preparados.
—¡Bueno, qué vamos a hacer con usted! Quédese otro poquito.
El jefe quería marcharse cuando entró otro suboficial y detrás de él un preso alto, delgado, con un ojo amoratado y barba rala.
—Vengo por la niña —dijo el preso.
—¡Ha venido papá! —se oyó de pronto una sonora voz infantil, y la niña rubia apareció junto a Rántseva, que, en unión de María Pávlovna y Katiusha, cosía un vestido nuevo a la niña de una falda suya.
—Sí, hija, soy yo —decía cariñosamente Buzovkin.
—Ella está bien aquí —dijo María Pávlovna, mirando con pena la cara magullada de Buzovkin—. Déjala con nosotros.