Resurrección

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XXI

Nejliúdov permanecía en un extremo de la balsa y contemplaba el ancho y rápido río. En su imaginación se sucedían dos escenas: la cabeza del moribundo Kryltsov y la silueta de Katiusha que marchaba animada al borde del camino con Simonson. La impresión de un Kryltsov agonizante, negándose a la evidencia de la muerte, era penosa y triste. Otra impresión era la enérgica Katiusha, que había encontrado el amor de un hombre como Simonson, y, colocada ahora en el camino firme y seguro del bien, debería ser alegre, pero a Nejliúdov también le resultaba penoso y no podía quitarse ese peso.

Desde la ciudad llegó, por encima del agua, el repiqueteo de una campana de cobre. El cochero, que permanecía junto a Nejliúdov, y todos los carreteros, se quitaron las gorras e hicieron la señal de la cruz. El que estaba más cerca de la barrera, un viejo harapiento en quien Nejliúdov no había reparado en un principio, no se santiguó y, levantando la cabeza, se quedó mirando a Nejliúdov. El viejo llevaba una chaqueta llena de remiendos, pantalones de paño y botas gastadas. Un gorro alto de piel, y al hombro un pequeño zurrón.

—¿Y tú, viejo, no rezas? —preguntó el cochero de Nejliúdov, poniéndose y arreglándose el gorro—. ¿No estás bautizado?

—¿A quién voy a rezar? —replicó el viejo harapiento, acercándose y soltando palabra tras palabra.


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