Después de atravesar el vestíbulo y el nauseabundo y maloliente corredor, donde para gran sorpresa suya encontraron a dos reclusos orinando directamente en el suelo, el director, el inglés y Nejliúdov, acompañados por varios carceleros, entraron en la primera sala de condenados a trabajos forzados. La nave tenía los catres en el centro y todos los presos estaban ya acostados. Había unos setenta hombres. Yacían coincidiendo la cabeza de uno con la del otro. Al entrar los visitantes, se levantaron de un salto de los catres, haciendo sonar las cadenas, y les brillaban sus recién afeitadas medias cabezas. Dos de ellos quedaron acostados. Uno era un joven, con el rostro encendido, sin duda tenía fiebre; el otro, un viejo, que no cesaba de lamentarse.
El inglés preguntó si llevaba mucho tiempo enfermo el joven. El director dijo que desde por la mañana. En cambio, el viejo padecía desde hacía tiempo una dolencia de vientre, pero no se le podía llevar a la enfermería, atestada desde hacía mucho. El inglés movió la cabeza en señal de desaprobación, y dijo que desearía decir unas cuantas palabras a los presos, y pidió a Nejliúdov que las tradujera. Resultó que el inglés, además de la finalidad conocida de su viaje —describir los lugares de deportación y de reclusión de Siberia—, tenía otra: predicar la salvación del alma, por medio de la fe y de la redención.