En una de las salas de deportados, Nejliúdov vio con asombro al mismo extraño viejo que había encontrado por la mañana en la balsa. El viejo, andrajoso y lleno de arrugas, con una camisa sucia de color ceniza y rota por los hombros, pantalones del mismo color, descalzo, estaba sentado en el suelo junto al catre. Miraba severa e interrogativamente a los que acababan de entrar. Su cuerpo demacrado, que se veía a través de los agujeros de la camisa sucia, era flaco y débil, pero su cara arrugada y reconcentrada mostraba mayor animación que en la balsa. Todos los presos, igual que en las otras salas, se pusieron en pie de un salto y se colocaron en posición de firmes al entrar el superior. El viejo seguía sentado, sin moverse. Sus ojos brillaban y tenía las cejas maliciosamente fruncidas.
—¡En pie! —le gritó el director.
El viejo no se movió, y sólo sonrió irónicamente.
—Delante de ti se ponen en pie tus servidores. Yo no soy tu servidor. Llevas el sello… —dijo el viejo, señalando la frente del director.
—¿Quéee? —vociferó éste dando unos pasos hacia atrás.
—Conozco a ese hombre —se apresuró a decir Nejliúdov al director—. ¿Por qué lo han detenido?