Sin acostarse, Nejliúdov anduvo durante mucho tiempo de un lado a otro de la habitación. Su asunto con Katiusha estaba terminado. Ella no le necesitaba y esto le resultaba triste y vergonzoso. Pero no era eso lo que le preocupaba ahora. El otro asunto no sólo no había concluido, sino que le atormentaba más que nunca y le exigía acción.
Todo aquel terrible mal que había visto y conocido durante este tiempo y, sobre todo, aquel día en la horrorosa prisión, todo ese mal que había roto la vida del simpático Kryltsov, triunfaba, reinaba y no se veía ninguna posibilidad de vencerlo. Ni siquiera de comprender la forma de vencerlo.
En su imaginación surgieron cientos y miles de seres destrozados en una atmósfera pestilente, encerrados por generales, fiscales y directores indiferentes. Recordó al extraño viejo que acusaba libremente a la superioridad y a quien tomaban por loco. Y, entre los muertos, el hermoso rostro de cera de Kryltsov, que murió en estado de exasperación. Y la antigua pregunta acerca de si era él, Nejliúdov, el loco o estaba loca la gente que consideraba sensato y hacía todo eso, se alzó ante él con nueva fuerza y exigía una respuesta.