Las aventuras de Tom Sawyer

CAPÍTULO X

LOS dos muchachos corrían y corrían hacia el pueblo, mudos de espanto. De cuando en cuando volvían medrosamente la cabeza, como temiendo que los persiguieran. Cada tronco que aparecía ante ellos en su camino se les figuraba un hombre y un enemigo, y los dejaba sin aliento; y al pasar, veloces junto a algunas casitas aisladas cercanas al pueblo, el ladrar de los perros alarmados les ponía alas en los pies.

—¡Si lográramos llegar a la tenería antes de que no podamos ya más! —murmuró Tom, a retazos entrecortados, falto de aliento—. Ya no podré aguantar mucho.

El fatigoso jadear de Huck fue la única respuesta, y los muchachos fijaron los ojos en la meta de sus esperanzas, renovando sus esfuerzos para alcanzarla. Ya iban teniéndola cerca, y al fin, los dos a un tiempo, se precipitaron por la puerta y cayeron al suelo, gozosos y extenuados, entre las sombras protectoras del interior. Poco a poco se fue calmando su agitación, y Tom pudo decir, muy quedo:

—Huckleberry, ¿en qué crees tú que parará esto?

—Si el doctor Robinson muere, me figuro que esto acabará en la horca.

—¿De veras?

—Lo sé de cierto, Tom.

Tom meditó un rato, y prosiguió:

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