Las aventuras de Tom Sawyer

CAPÍTULO XXI

LAS vacaciones se acercaban. El maestro, siempre severo, se hizo más irascible y tiránico que nunca, pues tenía gran empeño en que la clase hiciera un lúcido papel el día de los exámenes. La vara y la palmeta rara vez estaban ociosas, al menos entre los discípulos más pequeños. Sólo los muchachos espigados y las señoritas de dieciocho a veinte escaparon a los vapuleos. Los que administraba míster Dobbins eran en extremo vigorosos, pues aunque tenía, bajo la peluca, el cráneo mondo y coruscante, todavía era joven y no mostraba el menor síntoma de debilidad muscular. A medida que el gran día se acercaba todo el despotismo que tenía dentro salió a la superficie: parecía que gozaba, con maligno y rencoroso placer, en castigar las más pequeñas faltas. De aquí que los rapaces más pequeños pasasen los días en el terror y el tormento y las noches ideando venganzas. No desperdiciaban ocasión de hacer al maestro una mala pasada. Pero él les sacaba siempre ventaja. El castigo que seguía a cada propósito de venganza realizado era tan arrollador a impotente que los chicos se retiraban siempre de la palestra derrotados y maltrechos. Al fin se juntaron para conspirar y dieron con un plan que prometía una deslumbrante victoria. Tomaron juramento al chico del pintor-decorador, le confiaron el proyecto y le pidieron su ayuda. Tenía él hartas razones para prestarla con júbilo, pues el maestro se hospedaba en su casa y había dado al chico infinitos motivos para aborrecerle. La mujer del maestro se disponía a pasar unos días con una familia en el campo, y no habría inconvenientes para realizar el plan. El maestro se apercibía siempre para las grandes ocasiones poniéndose a medios pelos, y el hijo del pintor prometió que cuando el dómine llegase al estado preciso, en la tarde del día de los exámenes, él «arreglaría» la cosa mientras el otro dormitaba en la silla, y después harían que lo despertasen con el tiempo justo para que saliera precipitadamente hacia la escuela.

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