Las aventuras de Tom Sawyer

—¡Que la ahorquen! No me gustan las casas con duendes. Son cien veces peores que los difuntos. Los muertos puede ser que hablen, pero no se aparecen por detrás con un sudario cuando está uno descuidado, y de pronto sacan la cabeza por encima del hombro de uno y rechinan los dientes como los fantasmas saben hacerlo. Yo no puedo aguantar eso, Tom; ni nadie podría.

—Sí, pero los fantasmas no andan por ahí más que de noche; no nos han de impedir que cavemos allí por el día.

—Está bien. Pero tú sabes de sobra que la gente no se acerca a la casa encantada ni de noche ni de día.

—Eso es, más que nada, porque no les gusta ir donde han matado a uno. Pero nunca se ha visto nada de noche por fuera de aquella casa: sólo alguna luz azul que sale por la ventana; no fantasmas de los corrientes.

—Bueno, pues si tú ves una de esas luces azules que anda de aquí para allá, puedes apostar a que hay un fantasma justamente detrás de ella. Eso la razón misma lo dice. Porque tú sabes que nadie más que los fantasmas las usan.

—Claro que sí. Pero, de todos modos, no se menean de día y ¿para qué vamos a tener miedo?

—Pues la emprenderemos con la casa encantada si tú lo dices; pero me parece que corremos peligro.

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