Los Hijos del Capitán Grant en la América del Sur

Lord Glenarvan aceptó la propuesta y mandó avisar a lady Elena que también subió a cubierta ansiosa de ser testigo de aquella extraña pesca. El mar estaba magnífico y fácilmente se podía seguir con la vista los rápidos movimientos del escualo que con sorprendente vigor se sumergía y subía a la superficie. El capitán Mangles dirigía la operación; los marineros echaron por la borda una línea compuesta por una gruesa cuerda en cuyo extremo ataron fuertemente un gran anzuelo que cebaron con un enorme trozo de tocino. El tiburón, aunque se hallaba a una distancia de casi cincuenta metros, oyó el golpe, olió

el cebo que se le ofrecía y se acercó velozmente al yate. Su aleta dorsal aparecía sobre la superficie del agua como si fuera una vela, mientras sus otras aletas, negras en su base y cenicientas en la punta, se agitaban violentamente entre las olas y lo hacían avanzar en una línea perfectamente recta. A medida que se acercaba el tocino, sus grandes ojos parecían inflamados por el deseo, sus mandíbulas abiertas dejaban ver una cuádruple hilera de dientes triangulares como los de una sierra. Su ancha cabeza parecía un martillo apoyado en el extremo de un mango. Al aproximarse, comprobaron que el capitán no se había engañado: aquel tiburón pertenecía a una de las más peligrosas y voraces variedades.

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