Por lo tanto, ya no es a los hombres a quien me dirijo; es a ti, Dios de todos los seres, de todos los mundos y de todos los tiempos, si les está permitido a unas débiles criaturas perdidas en la inmensidad, e imperceptibles para el resto del universo, atreverse a pedirte algo, a ti que lo has dado todo, a ti cuyos decretos son tan inmutables como eternos, ¡dígnate mirar con piedad los errores propios de nuestra naturaleza! ¡Que esos errores no den lugar a nuestras calamidades! ¡No nos has dado un corazón para que nos odiemos, ni unas manos para que nos estrangulemos, haz que nos ayudemos mutuamente a soportar el fardo de una vida penosa y pasajera! ¡Que las pequeñas diferencias entre las vestimentas que cubren nuestros débiles cuerpos, entre todos nuestros lenguajes insuficientes, entre todos nuestros usos ridículos, entre todas nuestras leyes imperfectas, entre todas nuestras opiniones insensatas, entre todas nuestras condiciones tan desproporcionadas a nuestros ojos y tan iguales ante ti, que todos esos pequeños matices que distinguen a los átomos llamados hombres no sean señales de odio y de persecución! ¡Que aquellos que encienden cirios en pleno mediodía para celebrarte soporten a los que se contentan con la luz de tu sol! ¡Que aquellos que cubren su atuendo con una tela blanca para decir que hay que amarte no detesten a quienes dicen lo mismo bajo un manto de lana negra! ¡Que sea igual adorarte en una jerga formada por una lengua antigua o en una jerga más reciente! ¡Que aquellos cuyas vestiduras están teñidas de rojo o de violeta, que dominan una pequeña parcela de un pequeño montón de barro de este mundo, y que poseen algunos fragmentos redondos de cierto metal, disfruten sin orgullo de lo que llaman grandeza y riqueza, y que los demás los vean sin envidia! Pues sabes que en estas vanidades no hay nada que envidiar ni de qué enorgullecerse.