Entre los antiguos romanos, desde Rómulo hasta los tiempos en que los cristianos litigaron con los sacerdotes del Imperio, no veréis a un solo hombre perseguido por sus sentimientos. Cicerón dudó de todo; Lucrecio lo negó todo; y no se les hizo el más ligero reproche; la permisividad llegó tan lejos que Plinio el Naturalista comienza su libro negando a un dios, y si hay que decir que existe uno, ese es el Sol. Cicerón dice, hablando de los infiernos: Non est anus tam excors quae credat («No hay vieja tan imbécil como para que crea en ellos»). Juvenal dice: Nec pueri credunt («Ni los niños creen»). En Roma se cantaba en el teatro: Post mortem nihil est, ipsaque mors nihil («No hay nada después de la muerte, la muerte misma no es nada»). Aborrezcamos esas máximas y, todo lo más, perdonémoselas a un pueblo al que no iluminaron los Evangelios; son falsas, son impías, pero concluyamos que los romanos eran muy tolerantes, puesto que las mismas no suscitaron jamás la menor murmuración.