Se trataba, en este extraño asunto, de religión, de suicidio, de parricidio; se trataba de saber si un padre y una madre habían estrangulado a su hijo para complacer a Dios, si un hermano había estrangulado a su hermano, si un amigo había estrangulado a su amigo, y si los jueces tenían que reprocharse el haber hecho morir en la rueda a un padre inocente o el haber perdonado la vida a una madre, a un hermano y a un amigo culpables.
Jean Calas, de sesenta y ocho años de edad, ejercía la profesión de comerciante en Toulouse desde hacía más de cuarenta años y era reconocido por todos aquellos que vivieron con él como un buen padre. Era protestante, lo mismo que su mujer y todos sus hijos, excepto uno que había abjurado de la herejía y al que el padre pasaba una pequeña pensión. Parecía tan alejado de ese absurdo fanatismo que rompe con todos los lazos de la sociedad que aprobó la conversión de su hijo Louis Calas y tenía en su casa desde hacía treinta años a una sirvienta que era católica ferviente, la cual había criado a todos sus hijos.