La Isla del Dr. Moreau

Por esta razón vivo cerca del campo, y puedo refugiarme en él cuando esa sombra se cierne sobre mi alma. Qué agradable resulta entonces el campo solitario, bajo las nubes llevadas por el viento. Cuando vivía en Londres, el terror era casi insoportable. No podía olvidarme de la gente: sus voces entraban por las ventanas, las puertas eran una endeble protección. Caminaba por las calles para combatir mi alucinación: mujeres entrometidas me acosaban con sus gritos, hombres furtivos y voraces me miraban con envidia, obreros pálidos y agotados –los ojos cansados y el paso ansioso como ciervos heridos– pasaban tosiendo a mi lado, ancianos encorvados y taciturnos murmuraban para sus adentros, y un tropel de niños se burlaba descaradamente de mí. Entonces me refugiaba en una capilla, e incluso allí –tal era mi desasosiego– me parecía que el cura farfullaba las mismas incongruencias que el Hombre Mono; o en una biblioteca, donde aquellos rostros concentrados en los libros parecían fieras al acecho. Particularmente nauseabundos eran los rostros vacíos e inexpresivos de la gente que viajaba en los trenes y en el ómnibus; me recordaban tanto a los muertos que sólo me atrevía a viajar cuando estaba seguro de ser el único pasajero. Ni yo mismo parecía un ser normal, sino un animal atormentado que quisiera vagar para calmar algún trastorno del cerebro, como una oveja enferma.

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