La Isla del Dr. Moreau

No me volví para mirarla. Al principio apenas daba crédito a lo ocurrido. Permanecí encogido en el suelo del chinchorro, atontado y con la mirada perdida en el mar tranquilo como una balsa de aceite. Entonces comprendí que volvía a mi pequeño infierno, esta vez medio empapado. Miré hacia atrás, por la borda, y vi alejarse a la goleta y al capitán pelirrojo burlándose de mí desde el coronamiento de popa; luego, volviéndome hacia la isla, vi la lancha, cada vez más pequeña, acercándose a la playa.

De pronto comprendí claramente la crueldad de mi abandono. No había manera de llegar a tierra, a menos que tuviera la suerte de ser arrastrado por la corriente. Además, seguía estando muy débil tras mi aventura en el bote; tenía el estómago vacío y me sentía mareado, de lo contrario habría mostrado más valor. Rompí a llorar como no lo hacía desde que era niño. Las lágrimas me resbalaban por las mejillas. En un arrebato de desesperación, golpeé con los puños el agua que había en el suelo, y la emprendí a patadas con las paredes del bote. Le rogué a Dios en voz alta que me dejara morir.




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