La Isla del Dr. Moreau

12. Los Recitadores de la ley

Algo frío me rozó la mano. Me sobresalté con violencia y, muy cerca de mí, vi una cosa de color rosado, lo más parecido a un niño desollado que quepa imaginar. Tenía exactamente los rasgos dulces, aunque repugnantes, del perezoso: la misma frente hundida y los mismos gestos lentos. A medida que me fui acostumbrando al cambio de luz, pude distinguir más cosas a mi alrededor. El perezoso me observaba atentamente y mi guía había desaparecido.

El lugar era un estrecho pasillo entre altas paredes de lava, con una abertura en su rugosa caída, y, a ambos lados, montones de palletes, hojas de palma en forma de abanico y cañas apoyadas contra la pared formaban un conjunto de impenetrables, toscas y oscuras madrigueras. El tortuoso sendero que ascendía por el barranco apenas superaba los tres metros de ancho y estaba cubierto de fruta podrida y otros desperdicios, lo que explicaba el desagradable hedor del lugar.





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