Algo frío me rozó la mano. Me sobresalté con violencia y, muy cerca de mí, vi una cosa de color rosado, lo más parecido a un niño desollado que quepa imaginar. Tenía exactamente los rasgos dulces, aunque repugnantes, del perezoso: la misma frente hundida y los mismos gestos lentos. A medida que me fui acostumbrando al cambio de luz, pude distinguir más cosas a mi alrededor. El perezoso me observaba atentamente y mi guía había desaparecido.
El lugar era un estrecho pasillo entre altas paredes de lava, con una abertura en su rugosa caída, y, a ambos lados, montones de palletes, hojas de palma en forma de abanico y cañas apoyadas contra la pared formaban un conjunto de impenetrables, toscas y oscuras madrigueras. El tortuoso sendero que ascendía por el barranco apenas superaba los tres metros de ancho y estaba cubierto de fruta podrida y otros desperdicios, lo que explicaba el desagradable hedor del lugar.