La máquina del tiempo

7 - Una conmoción repentina

Mientras permanecía meditando sobre este triunfo demasiado perfecto del hombre, la Luna llena, amarilla y jibosa, salió entre un desbordamiento de luz plateada, al nordeste. Las brillantes figuritas cesaron de moverse debajo de mí, un búho silencioso revoloteó, y me estremecí con el frío de la noche. Decidí descender y elegir un sitio donde poder dormir.

Busqué con los ojos el edificio que conocía. Luego mi mirada corrió a lo largo de la figura de la Esfinge Blanca sobre su pedestal de bronce, cada vez más visible a medida que la luz de la Luna ascendente se hacía más brillante. Podía yo ver el argentado abedul enfrente. Había allí, por un lado, el macizo de rododendros, negro en la pálida claridad, y por el otro la pequeña pradera, que volví a contemplar. Una extraña duda heló mi satisfacción.

—«No —me dije con resolución—, ésa no es la pradera.»

Pero era la pradera. Pues la lívida faz leprosa de la esfinge estaba vuelta hacia allí. ¿Pueden ustedes imaginar lo que sentí cuando tuve la plena convicción de ello? No Podrían. ¡La Máquina del Tiempo había desaparecido!

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