Mientras permanecÃa meditando sobre este triunfo demasiado perfecto del hombre, la Luna llena, amarilla y jibosa, salió entre un desbordamiento de luz plateada, al nordeste. Las brillantes figuritas cesaron de moverse debajo de mÃ, un búho silencioso revoloteó, y me estremecà con el frÃo de la noche. Decidà descender y elegir un sitio donde poder dormir.
Busqué con los ojos el edificio que conocÃa. Luego mi mirada corrió a lo largo de la figura de la Esfinge Blanca sobre su pedestal de bronce, cada vez más visible a medida que la luz de la Luna ascendente se hacÃa más brillante. PodÃa yo ver el argentado abedul enfrente. HabÃa allÃ, por un lado, el macizo de rododendros, negro en la pálida claridad, y por el otro la pequeña pradera, que volvà a contemplar. Una extraña duda heló mi satisfacción.
—«No —me dije con resolución—, ésa no es la pradera.»
Pero era la pradera. Pues la lÃvida faz leprosa de la esfinge estaba vuelta hacia allÃ. ¿Pueden ustedes imaginar lo que sentà cuando tuve la plena convicción de ello? No PodrÃan. ¡La Máquina del Tiempo habÃa desaparecido!