El fantasma de Canterville

Después de la luna de miel, el duque y la duquesa regresaron a Canterville-Chase, y al día siguiente de su llegada, por la tarde, fueron a dar una vuelta por el cementerio solitario próximo al pinar. Al principio le preocupó mucho lo relativo a la inscripción que debía grabarse sobre la losa fúnebre de Simón, pero concluyeron por decidir que se pondrían simplemente las iniciales del viejo gentilhombre y los versos escritos en la ventana de la biblioteca. La duquesa llevaba unas rosas magníficas, que desparramó sobre la tumba; después de permanecer allí un rato, pasaron por las ruinas del claustro de la antigua abadía. La duquesa se sentó sobre una columna caída, mientras su marido, recostado a sus pies y fumando un cigarrillo, contemplaba sus lindos ojos. De pronto tiró el cigarrillo y, tomándole una mano, le dijo:

-Virginia, una mujer no debe tener secretos con su marido.

-Y no los tengo, querido Cecil.

-Sí los tienes -respondió sonriendo-. No me has dicho nunca lo que sucedió mientras estuviste encerrada con el fantasma.

-Ni se lo he dicho a nadie -replicó gravemente Virginia.

-Ya lo sé; pero bien me lo podrías decir a mí.

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