El Retrato de míster W.H.

Erskine, que era mucho mayor que yo, y había estado escuchándome con la deferencia divertida de un hombre de cuarenta años, me puso de pronto la mano en el hombro y me dijo:

-¿Qué dirías de un joven que tuviera una teoría extraña sobre cierta obra de arte, que creyera en su teoría y cometiera una falsificación a fin de demostrarla?

-¡Ah!, eso es un asunto completamente diferente -contesté.

Erskine permaneció en silencio unos instantes, mirando las tenues volutas grises de humo que ascendían de su cigarrillo.

-Sí -dijo, después de una pausa-, completamente diferente.

Había algo en su tono de voz, un ligero toque de amargura quizá, que excitó mi curiosidad.

-¿Has conocido alguna vez a alguien que hubiera hecho eso? -le pregunté.

-Sí -respondió, arrojando su cigarrillo al fuego-, un gran amigo mío, Cyril Graham. Era absolutamente fascinante, y muy necio y muy cruel. Sin embargo, me dejó el único legado que he recibido en mi vida.

-¿Qué era? -exclamé.

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