El secreto de la vida

GILBERT: Sí, el público es maravillosamente tolerante. Lo perdona todo menos el genio. Aunque debo confesar que me gustan los libros de memorias. Me interesan tanto por la forma como por el fondo. En la literatura el mero egotismo es delicioso. Eso es lo que hace fascinantes las cartas de personalidades tan distintas como Cicerón y Balzac, Flaubert y Berlioz, Byron y madame de Sévigné. Siempre que topamos con él, y, curiosamente, no ocurre muy a menudo, no podemos sino darle la bienvenida y no lo olvidamos con facilidad. La humanidad siempre adorará a Rousseau por haber confesado sus pecados no a un cura, sino al mundo, y las ninfas recostadas que Cellini esculpió en bronce para el castillo del rey Francisco, e incluso el Perseo verde y oro que muestra a la luna en la Logia de Florencia el terror que antes convertía la vida en piedra, no le han producido más placer que la autobiografía en que ese distinguido sinvergüenza renacentista narra la historia de su esplendor y su deshonra. Las opiniones, el carácter y los logros del personaje apenas tienen importancia. Puede tratarse de un escéptico como el gentil señor de Montaigne, o de un santo como el amargado hijo de Mónica, pero cuando nos revela sus secretos siempre nos hechiza y nos obliga a aguzar el oído y no despegar los labios. La manera de pensar representada por el cardenal Newman (suponiendo que resolver los problemas intelectuales negando la supremacía del intelecto pueda considerarse una manera de pensar), no creo que deba ni pueda sobrevivir. Pero el mundo nunca se cansará de observar el alma perturbada en su avance de una oscuridad a otra. La iglesia solitaria en Littlemore, donde «el hálito de la mañana es húmedo y son escasos los fieles», siempre será de su agrado, y, cada vez que vea florecer la boca de dragón amarilla en las paredes de Trinity, pensará en aquel cortés estudiante que vio en la recurrencia de la flor una profecía de que viviría siempre con la benigna madre de sus días, una profecía que la fe, en su locura o su sabiduría, no permitió que se cumpliera. Sí, la autobiografía es irresistible. El pobre, simple y vanidoso señor Pepys ha entrado por su charlatanería en el círculo de los inmortales, y, consciente de que la indiscreción es lo más valioso, se mueve entre ellos con esa «harapienta toga purpúrea con botones dorados y encaje deshilachado», que tanto disfruta describiendo; totalmente a sus anchas, parlotea para su propio placer y para el nuestro a propósito de las enaguas azul índigo que le compró a su mujer; de las «asaduras de cerdo» y el «delicioso estofado de ternera» que le gustaba comer; de la partida de bolos que echó con Will Joyce y «sus correrías en busca de beldades»; de sus recitados de Hamlet los domingos y de los conciertos de viola los días de diario; y de otras cosas perversas o triviales. Incluso en la vida real el egotismo tiene su atractivo. Cuando la gente habla de los demás, suele ser aburrida. Cuando habla de sí misma casi siempre resulta interesante, y, si se la pudiera hacer callar, cuando se pone aburrida, como cuando cerramos un libro, sería totalmente perfecta.

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