Hubo de retirarse para que pasara el lujoso automóvil negro, de lÃnea estilizada. El conductor aminoró un poco la marcha. Maud pudo ver sus ojos de un castaño claro, fijos, descarados. Era la séptima vez en un mes que se encontraba con aquellos ojos de hombre. Malhumorada consigo misma por inquietarse de aquel modo por algo que no le atañÃa, aceleró el paso. Al cruzar ante una cafeterÃa, el hombre alto, fuerte, de mirada aguda, estaba allÃ. Maud, nerviosÃsima, estuvo a punto de torcer por otra calle, pero su casa se hallaba a pocos metros y no era ella mujer que se intimidara ante una mirada descarada y una sonrisa de hombre. Cruzó, pues, a paso ligero. Vio de refilón al hombre fuerte y alto, de unos treinta y tantos años vestido de gris sin ningún rebuscamiento, que seguÃa mirándola fija y descaradamente. Apresuró el paso. Llegó al portal de su casa y subió corriendo las escaleras. Eran las ocho de la noche. Una lenta y amarga sonrisa curvó sus labios. Estaba segura de encontrar a su padre allÃ, tirado en el camastro, convertido en un pelele, borracho como una cuba. La puerta de su casa siempre estaba abierta. Era inútil que ella la cerrase. Su padre la abrÃa y gruñÃa ferozmente cuando la encontraba cerrada. Empujó y penetró en el piso. Un piso pobre, casi miserable. Se estremeció. Siempre se estremecÃa ante aquel espectáculo desolador. Si tÃa Magdalena levantara la cabeza? Pero habÃa muerto. Desgraciadamente habÃa muerto, y jamás volverÃa a este mundo para ampararla. ?Maud ?gritó la voz de Leonard Green?. ¿Has vuelto? La joven no contestó. Recostóse en el umbral de la alcoba y se quedó quieta, mirando a su padre. Con los cabellos en desorden, la boca torcida, los ojos inyectados en sangre, temblonas las manos, sentado en el borde del camastro más parecÃa un despojo que un auténtico ser humano.