Flack de nombre Wess, lanzó un potente ¡soo! que debió oÃrse media milla más adelante, y obligó a la cansina pareja de ancianos caballos que guiaba a detenerse. El carromato, un vetusto armadijo de tablones añosos y medio podridos, que se sostenÃan en conexión sobre las chirriantes ruedas por un milagro de simpatÃa más que de unión, se detuvo también rechinando agriamente como si protestase contra el continuado servicio que se le obligaba a prestar, y Wess se limpió con un enorme pañuelo, de franjas rojas y azules, el sudor que perlaba su frente. El dÃa estaba bochornoso. El sol, como una hoguera de infierno, lucia en un cielo esmeralda, limpio de nubes, y la poca brisa que soplaba del lado de la divisoria, en lugar de portar la caricia del agua, parecÃa el rescoldo de una lumbrarada. En tanto que el vetusto vehÃculo habÃa rodado junto a la margen del Colorado, aquella temperatura saturada de fuego habÃa resultado soportable para Wess debido a la caricia mansa del auro del rÃo; pero desde el momento en que dejó a su izquierda el Colorado y derivó hacia el Este, en busca del próximo poblado, el ambiente se habÃa resecado, la atmósfera aparecÃa más cargada de agobio y de electricidad, y sus pulmones parecÃan encogerse por la presión de una mano invisible que les impedÃa absorber el aire preciso para su funcionamiento.