El equipo en pleno del rancho Bar-O-Bar se habÃa despedido sin que ni un solo peón quedase en la hacienda. Incluso el capataz, que era quien más habÃa aguantado a las órdenes de Max Taylor, se sintió harto de la tacañerÃa y el mal trato que todos recibieran, y en un momento del mal humor colectivo se habÃan juramentado para pedir su cuenta y dejar al ranchero solo como un aligustre. En el fondo, Max se lo merecÃa. Hombre que habÃa hecho buenos negocios aquel año, pagaba a su personal de una manera ridÃcula y en la última venta de ganado, en la que el peonaje habÃa sudado de lo lindo para trasladarlo cien millas desde los pastos al lugar de la entrega, no habÃa tenido un rasgo generoso asignándoles una gratificación por el esfuerzo. AsÃ, cuando a su regreso de la conducción comprobaron que nada tenÃan que esperar de la generosidad ni siquiera del espÃritu de justicia de su patrón, se sintieron tan humillados, que después de un ligero cambio de impresiones acordaron dejarle plantado despidiéndose en masa. Max montó en cólera ante la deserción y les insultó gravemente, pero los peones, sin hacer caso de sus voces y recreándose por adelantado en el grave perjuicio que le iban a causar, recogieron su equipaje y con la paga que acababan de recibir, se trasladaron al poblado a celebrar su emancipación bebiéndose unos vasos de whisky y a trazar planes para su vida futura.