La luz de las estrellas era frÃa y distante. En la lejanÃa, el viento aullaba de vez en cuando con trémolos melancólicos, levantando menudos remolinos de polvo que luego se dispersaban lentamente, como de mala gana, volviendo a caer a la tierra de donde habÃan salido.La montaña se destacaba nÃtidamente, en un cono perfecto, con una sombra totalmente negra, contra el tono azulado y oscuro del cielo. Su altura era enorme y el diámetro de su base alcanzaba hasta tres veces la longitud de la altura. Aquà y allá, se veÃan pequeños montÃculos y anchos barrancos, todos ellos con numerosos orificios que eran las puertas de entrada a otras tantas cuevas donde vivÃa el Pueblo Muriente.Un poco más allá, brillaba el casco de una nave espacial de gran tamaño, caÃda de costado, muda, silenciosa, con los orificios de sus portillas apagados y la esclusa abierta de par en par. Sus mecanismos propulsores habÃan dejado de latir y, aparentemente, la vida de su maquinaria se habÃa extinguido ya hacÃa muchos años.