Cualquiera que hubiera visto en aquellos momentos a Edwin (Ed) Ross, y no le conociera, por supuesto, habrÃa pensado que estaba loco. La conversación con su interlocutor se desarrollaba a base de una serie de sonidos estremecedores, que nadie hubiese creÃdo se trataba de palabras y frases que componÃan una conversación perfectamente inteligible para ambos.El hipotético testigo del diálogo habrÃa oÃdo una enloquecedora serie de silbidos, chasquidos, gruñidos y hasta mugidos, claro que todo ello sin elevar apenas el volumen normal de la voz, alternado de cuando en cuando los sonidos con algún que otro castañeteo de dedos. Hubiese mirado a Ross y habrÃa visto a un hombre apuesto, de unos treinta y seis años terrestres, ojos oscuros, pelo negro y ya alguna hebra de plata en las sienes.