Un criado atravesó el inmenso patio, se detuvo ante un hombre rubio, alto y flaco, y se inclinó profundamente, diciendo:
?Mi amo le espera en su despacho, señor Hiller.
Kent Hiller se volvió apenas, hizo un gesto con la boca asintiendo y giró en redondo, dejando al criado de color aún inclinado, con esa exageración caracterÃstica que emplean los indÃgenas en sus actos serviles.
El hombre ?contarÃa treinta años y su rostro atezado por el sol parecÃa de bronce? echó a andar con lentitud. Miraba hacia lo alto. El sol quemaba las plantas y la tierra. En pleno julio los trabajadores, medio desnudos, recogÃan el yute en las plantaciones, y por tanto, muy pocos indÃgenas dedicados a las faenas caseras se veÃan aquella mañana en el patio o en las terrazas.
Kent, americano de nacimiento, pero habituado en la India desde muy joven, no se sentÃa en esos momentos inquieto ni disgustado. Todas las mañanas de su vida eran similares. No habÃa gran diferencia entre unas y otras, si bien se distinguÃan únicamente por sus ocupaciones de todo el año. ¿Cuántos años? Mentalmente los contó. Doce o trece, o quizá más.