Cathy Hedison, sentada sobre la hierba, sentÃa que sus dedos, a medida que escuchaba la voz de Arthur Felcon, profundizaban entre aquélla y la arrancaba nerviosamente, sintiendo el frÃo de la. hierba en sus carnes. HacÃa rato que Arthur daba vueltas y vueltas a su charla hasta llegar al punto vital. Ella no sabÃa, cuando Arthur la citó allÃ, que el final iba a ser aquél. Se veÃan allà todos los dÃas. Al atardecer, cuando el rocÃo empezaba a empapar las hierbas, ella y su novio se veÃan en aquella esquina de la pradera. Cheyenne quedaba a sus pies. Se veÃa como confundido en la niebla, pero cada vez que se encendÃa en la ciudad, le parecÃa a ella una nueva esperanza. En aquel atardecer todo era distinto, y no porque el paisaje cambiara, ni porque el ambiente fuese diferente, sino por lo que decÃa Arthur que cambiaba todo el panorama, toda la esperanza, todo el ambiente mismo. ?Debo dejarte, Cathy. Lo entiendes, ¿verdad? No lo entendÃa. ?Mis tierras están hipotecadas. Yo no sabÃa? Comprende. Hasta que falleció mi padre, la semana pasada, yo trabajaba mis tierras con afán. Pero resulta que se le deben al Banco. He estado esta mañana allà con el director del Banco; he llegado a un acuerdo con él. Silencio. Cathy escuchaba. SentÃa un nudo en la garganta. A los catorce años empezó a verse con Arthur, que tenÃa veintitrés. Todo empezó asÃ, como de broma, como por casualidad, pero luego, a medida que el tiempo fue transcurriendo, aquello fue una necesidad de ambos. A la sazón tenÃa diecisiete años y sabÃa de besos, de caricias, de amores entrañables. No concebÃa, pues, que Arthur se fuese asÃ? ¡AsÃ, sin más! Dejando atrás todo el recuerdo, todo aquel amor, aquella ternura vivida.