Tom Dare, ante la radiogramola, ponÃa un disco de música moderna. Le encantaba aquel ritmo. HacÃa el son con los dedos y movÃa rÃtmicamente un pie. No muy lejos de él, al fondo del salón, hundido en un sofá, con una pierna cruzada sobre la otra y un pitillo entre los dientes, Mac Hamilton, leÃa la correspondencia del dÃa. De pronto exclamó: ?Cierra eso, Tom, y ven un instante. ?Espera, hombre. Eso es magnÃfico. ?Ya te sabes de memoria hasta la última nota ?gruñó Mae? Ven, te digo. Necesito tu consejo como abogado. Tom cerró el aparató, y fue despacio hacia su amigo. Se sentó frente a él. Sobre la mesa de centro habÃa varias cartas; comerciales, propaganda, y un sobre largo, de un rosa tenue, escrito con una letra cursiva y aristocrática. ?Es de la viuda de mi padre ?dijo Mac, señalándolo?. ¿Permites que te lea su contenido? ?Si ello te interesa... ?No se trata de eso. Soy hombre libre, habituado a mis costumbres y me molestan las intromisiones. No es que Dessie Griffin me sea antipática. Es una mujer agradable, cariñosa y atenta. Cuando falleció mi padre, yo le entregué la parte que le correspondÃa y se fue a San Francisco. Allà vive con su hija. ?Tu hermanastra. ?Eso es, Cathy debe tener ahora catorce años. A decir verdad, apenas si la conozco, pero no me olvida nunca. Por mi santo, mi cumpleaños y las Pascuas, me envÃa tarjetas muy cariñosas. ?Se alzó de hombros con aquel ademán suyo tan indolente?. Debe hacer más de seis años que no la veo. Justo desde que terminé mis estudios y me instalé en Cheyenne, dedicado a mi hacienda y a mis minas ?hizo un gesto vago y mostró la carta?. ¿Quieres que te la lea?