El último de los Mohicanos

Ese mismo día, dos hombres descansaban a las orillas de un riachuelo pequeño, aunque caudaloso, a una hora de camino del campamento de Webb; su actitud era la de aquél que espera la llegada de una persona ausente, o de un acontecimiento anunciado. La vasta extensión del arbolado se extendía hasta la margen del río; sus ramas ensombreciendo la superficie del agua, le conferían a su ya oscura corriente un tono aún más profundo. Los rayos del sol se tornaron menos intensos y el calor intenso del día retrocedió, a medida que los vapores frescos de las fuentes y los manantiales se elevaban de sus verdes lechos y se integraban en la atmósfera. Con todo, el jadeante silencio que caracteriza al bochorno adormecedor del paisaje americano durante el mes de julio permanecía en el lugar, alterado únicamente por las suaves voces de los hombres, los intermitentes y ocasionales golpes de algún pájaro carpintero, el canto discorde de algún alegre arrendajo, o el insistente zumbido de alguna catarata distante. No obstante, estos sonidos débiles y discontinuos resultaban tan sumamente familiares para los hombres del bosque que no les distraía de su tema de conversación. Mientras uno de ellos mostraba la misma piel roja y los salvajes arreos de un nativo de los bosques, el otro exhibía, bajo una máscara de rudos equipamientos, cercanos a lo primitivo, una complexión más clara, propia de alguien cuyos orígenes fueran europeos, aunque áspera y curtida por el sol. El primero se encontraba sentado sobre un tronco caído y cubierto de musgo, en una postura que le permitía intensificar el efecto de su lenguaje sincero, por medio de los tranquilos, aunque expresivos, gestos de un indio debatiendo una cuestión. Su cuerpo, casi desnudo, presentaba un temible emblema de muerte, dibujado a base de una alternante combinación de los colores blanco y negro. Su cabeza estaba bien afeitada, dejando únicamente la bien conocida y caballerosa cresta guerreras[5], sin ninguna otra clase de ornamentación sobre la misma, a excepción de una solitaria pluma de águila que la cruzaba y pendía sobre el hombro izquierdo. A su cintura, un tomahawk y un cuchillo de cortar cabelleras, de fabricación inglesa, mientras que sobre su delgada y desnuda rodilla descansaba de forma relajada una carabina militar corta, del tipo que dictaba la política de los blancos para armar a sus aliados salvajes. El amplio pecho, las extremidades bien formadas y la grave expresión de este guerrero podrían denotar que había alcanzado la plenitud de sus días, aunque ningún síntoma de decrepitud parecía haber debilitado su hombría.

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