Quieta estaba la llama ya y derecha
para no decir más, y se alejaba
con la licencia del dulce poeta,
cuando otra, que detrás de ella venía,
hizo volver los ojos a su punta,
porque salía de ella un son confuso.
Como mugía el toro siciliano
que primero mugió, y eso fue justo,
con el llanto de aquel que con su lima
lo templó, con la voz del afligido,
que, aunque estuviese forjado de bronce,
de dolor parecía traspasado;
así, por no existir hueco ni vía
para salir del fuego, en su lenguaje
las palabras amargas se tornaban.
Mas luego al encontrar ya su camino
por el extremo, con el movimiento
que la lengua le diera con su paso,
escuchamos: «Oh tú, a quien yo dirijo
la voz y que has hablado cual lombardo,
diciendo: "Vete ya; más no te incito",
aunque he llegado acaso un poco tarde,
no te pese el quedarte a hablar conmigo:
¡Mira que no me pesa a mí, que ardo!
Si tú también en este mundo ciego
has oído de aquella dulce tierra
latina, en que yo fui culpable, dime