La Divina Comedia

CANTO XXVI

Mientras que por la orilla uno tras otro

marchábamos y el buen maestro a veces

«Mira —decía— como te he advertido»;

sobre el hombro derecho el sol me hería,

que ya, radiando, todo el occidente

el celeste cambiaba en blanco aspecto;

y hacía con mi sombra más rojiza

la llama parecer; y al darse cuenta

vi que, andando, miraban muchas sombras.

Esta fue la ocasión que les dio pie

a que hablaran de mí—, y así empezaron

«Este cuerpo ficticio no parece»;

luego vueltos a mí cuanto podían,

se cercioraron de ello, con cuidado

siempre de no salir de donde ardiesen.

«Oh tú que vas, no porque tardo seas,

mas tal vez reverente, tras los otros,

respóndeme, que en este fuego ardo.

No sólo a mí aproveche tu respuesta;

pues mayor sed tenemos todos de ella

que de agua fría la India o la Etiopía.

Dinos cómo es que formas de ti un muro

al sol, de tal manera que no hubieses

aún entrado en las redes de la muerte.»

Así me hablaba uno; y yo me hubiera

ya explicado, si no estuviese atento

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