El Zarco

—¿Como a Manuela? —interrumpió Nicolás, con vehemencia—. ¡Oh, Pilar, no me haga usted esa pregunta, que me lastima! ¿Cómo puede usted comparar el amor que hoy le manifiesto, y que siento, con aquel afecto que tuve a aquella desgraciada? Aquél fue un sentimiento del que hoy tengo vergüenza. Ni sé cómo pude engañarme tan miserablemente ni alcanzo a explicar a usted lo que me pasaba. Quizás sus desaires, su frialdad me exaltaban y me hacían obstinarme; pero si he de decir a usted la verdad de lo que sentía, cuando a mis solas, y lejos de aquí me ponía a reflexionar, examinando el estado de mi corazón, le confieso que aquello no era amor, no era este cariño puro y apasionado que usted me hace sentir ahora, sino otra cosa malsana, como una enfermedad de la que yo quería librarme, como un capricho en que estaba interesado mi amor propio, pero no mi felicidad. Pero todavía quiero decir a usted, aun cuando no lo crea, que ya en los últimos días este capricho no existía, ese afecto había desaparecido; Manuela no me producía ya la impresión que al principio, y si no hubiera sido porque la señora se había empeñado en convencerla de que debía casarse conmigo, y me había hecho entender que al fin lo lograría, que no perdiera yo la esperanza y que contara con su apoyo, francamente, quizás habría yo acabado por aborrecer a Manuela, o al menos por olvidarla, y habría dejado de venir a esta casa.

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