El Zarco

—Manuelita —le dijo, conduciéndola a aquel rincón—, esto, como ves, está muy feo, pero por ahora hay que conformarse, ya tendrás otra cosa mejor. Ahora voy a traerte de almorzar.

La joven se sentó en uno de aquellos bancos y allí cubierta con la cortina, sintiéndose a solas, dejó caer la cabeza entre las manos, desfallecida, abrumada; y oyendo las risotadas de los bandidos ebrios, sus blasfemias, las voces agudas de las mujeres; aspirando aquella atmósfera pesada, pestilente como la de una cárcel, no pudo menos que mesarse los cabellos desesperada, y derramando dos lágrimas que abrasaron sus mejillas como dos gotas de fuego, murmuró con voz enronquecida:

—¡Jesús!… ¡lo que he ido a hacer!







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