Nicolás era humilde y no había deseado tanto ruido, pero las autoridades, el cura, los vecinos, habían querido demostrar así al estimable obrero y a su bella esposa el amor con que los veían. La iglesia, los altares, y especialmente el altar mayor, en que iba a celebrarse el casamiento, estaban llenos de arcos y de ramilletes de flores. Todos los naranjos y limoneros de Yautepec, y se cuentan por centenares de miles, habían dado su contribución de azahares. Sin exageración podía decirse que ninguna novia en el mundo había contado jamás, en el camino de su casa a la iglesia, en ésta, y en la casita que se le había dispuesto en Atlihuayan, con un adorno en que se ostentara la flor simbólica con tal riqueza y tal profusión. Era una lluvia de nieve y de aroma que rodeaba a la pareja por todas partes. A las siete de la mañana, ésta apareció radiante en la puerta de la casa de Pilar y se dirigió a la iglesia, acompañada de sus padrinos y de una comitiva numerosa.
Ya la noche anterior se había celebrado el matrimonio civil, delante del juez recién nombrado, porque la ley de Reforma acababa de establecerse, y en Yautepec como en todos los pueblos de la República, estaba siendo una novedad. Nicolás, buen ciudadano, ante todo, se había conformado a ella con sincero acatamiento.
Pero todavía en ese tiempo, como ahora mismo, la fiesta de bodas se reservaba para el matrimonio religioso. Los novios, pues, se presentaron ante el altar.