Domingo, 29
MUCHO me ha complacido, Enrique, el gesto que has tenido cuando, al volver de la clase de religión, te has echado en mis brazos. ¡Qué cosas tan hermosas y tan consoladoras te ha dicho el maestro! Dios, que nos ha puesto al uno en los brazos del otro, no nos separará nunca; cuando muramos tu padre y yo, no nos diremos las tremendas y desalentadoras palabras: «Madre, padre, Enrique, ¡no te veré ya más!» Nos volveremos a encontrar en otra vida, y el que hubiere sufrido mucho en ésta, quedará ampliamente recompensado; quien ame intensamente en la tierra estará con las almas de los seres queridos en un mundo sin culpas, ni aflicciones, ni muerte. Pero debemos hacernos todos dignos de esa otra vida.
Mira, hijo mío: cada buena acción tuya, cada palabra de cariño para quien bien te quiere, cada acto de cortesía hacia tus compañeros, cada pensamiento noble tuyo, es como un paso adelante hacia aquel mundo. Y también te elevan hacia él todas las desgracias y las penas, porque las penas son la expiación de una culpa y toda lágrima borra una mancha. Proponte cada día ser mejor y más amable que el día anterior. Di todas las mañanas: «Hoy quiero hacer algo que pueda alabarme la conciencia y contente a mi padre, algo que aumente el aprecio de tal o cual compañero, el afecto del maestro, de mi hermano o de otros».