—Yo creo que Dios es la alegría de vivir. ¡Si usted supiera! A veces me parece que tengo un alma tan grande como la iglesia de flores… y me dan ganas de reír, de salir a la calle y pegarle puñetazos amistosos a la gente…
—Siga…
—¿No se aburre?
—No, siga.
—Lo que hay, es que esas cosas uno no se las puede decir a la gente. Lo tomarían por loco. Y yo me digo: ¿qué hago de esta vida que hay en mí? Y me gustaría darla… regalarla… acercarme a las personas y decirles: ¡Ustedes tienen que ser alegres!, ¿saben?, tienen que jugar a los piratas… hacer ciudades de mármol… reírse… tirar fuegos arficiales.
Arsenio Vitri se levantó, y riendo dijo:
—Todo eso está muy bien, pero hay que trabajar. ¿En qué puedo serle útil?
Reflexioné un instante, luego:
—Vea; yo quisiera irme al sur… al Neuquén… allá donde hay hielos y nubes… y grandes montañas… quisiera ver la montaña…
—Perfectamente; yo le ayudaré y le conseguiré un puesto en Comodoro; pero ahora váyase porque tengo que trabajar. Le escribiré pronto… ¡Ah!, y no pierda su alegría; su alegría es muy linda…