Los Lanzallamas

Cuando se detuvo en la portezuela, Hipólita lo examinó sonriendo. “Sin embargo, sus ojos no sonríen”, pensó el Astrólogo, y al tiempo que abría el candado, ella, por encima de las tablas de la portezuela, exclamó:

—Buenas tardes. ¿Usted es el Astrólogo?

“Erdosain ha hecho una imprudencia”, pensó. Luego inclinó la cabeza para seguir escuchando a la mujer que, sin esperar respuesta, prosiguió:

—Podían poner números en estas calles endiabladas. Me he cansado de tanto preguntar y caminar… —efectivamente, tenía los zapatos enfangados, aunque ya el barro secábase sobre el cuero—. Pero qué linda quinta tiene usted. Aquí debe vivir muy bien…

El Astrólogo sin mostrarse sorprendido la miró tranquilamente. Soliloquió: “Quiere hacerse la cínica y la desenvuelta para dominar”.

Hipólita continuó:

—Muy bien… muy bien… A usted le sorprenderá mi visita, ¿no?

El Astrólogo, embutido en su blusón, no le contestó una palabra. Hipólita, desentendiéndose de él, examinó de una ojeada la casa chata, la rueda del molino, coja de una paleta, y los cristales de la mampara. Terminó por exclamar:

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