Los Lanzallamas

EL PECADO QUE NO SE PUEDE NOMBRAR

La sirvienta color de chocolate, cojeando, entró al cuarto de Erdosain. Erdosain examinó el rostro de la mulata, impregnado de resignada dulzura, preguntándose en el ínterin: “¿Que pasará por el alma de esta pobre bestezuela?”

—Lo busca una señorita —anunció la Coja—. Una señorita rubia y alta.

—Decile que pase —y Remo saltó de la cama.

Luciana Espila entra a la habitación y se detiene frente a Erdosain. Él le alarga la mano, pero ella no corresponde a su saludo. Remo se queda con el brazo extendido en el aire, y Luciana, examinándolo con serena compasión, le dice:

—¿Por qué me humillaste así la otra noche? ¿Querés decirme qué mal te hice? Quererte, porque eras bueno con nosotros…

Erdosain de pie, enfurruñado, no pronuncia una palabra. Mira insistentemente el suelo, con las manos en los bolsillos.

—¿Por qué no hablás? ¿Qué tenés, Remo? Decime. Hace tiempo te noto raro. Parece que estuvieras enfermo de algo. Sin embargo, no decís nada. Estás más gordo que antes, y, sin embargo, miras a la gente y parece que te burlaras de ella. Te he observado, aunque te parezca que no. Vos tenés un secreto triste.

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