Los Lanzallamas

LAS FÓRMULAS DIABÓLICAS

Son las cuatro de la tarde. Erdosain permanece tieso, sentado frente a la mesa. Si fuera posible fotografiarlo, tendríamos una placa con un rostro serio. Es la definición. Erdosain permanece sentado frente a la mesa, en el cuarto vacío, con la lámpara eléctrica encendida sobre su cabeza.

Afuera luce el sol del domingo, pero Erdosain ha cerrado herméticamente el cuarto, y trabaja a la luz artificial. Las manos están apoyadas en la tabla. Pero él no mira sus manos. Mira al frente. El muro. Sin embargo, en un momento dado retira de la mesa la mano derecha. La retira con la misma lentitud que emplearía un ajedrecista que acerco su mano a un peón y no se atreve a moverlo. En realidad, Erdosain no trata de mover nada, incluso su mano. De allí esa delicadeza de movimiento. Sus párpados bajan y sus pupilas se detienen en la mano que se movió. La mira con extrañeza. Le parece en ese momento tan frágil, que se extraña no se haya roto su mano.

Otras sensaciones se injertan en los entreplanos de sus músculos. Hay momentos en que la expresión de su seriedad se intensifica de tal manera, que Erdosain tiene la sensación de que su carne ennegrece a la luz de la lámpara. Esta tiñe de amarillo los papeles desparramados sobre la mesa.

Erdosain deja apoyadas las manos en la tabla blanca, lanza una ojeada al puñado de apuntes, y escribe despees en un cuadernillo de páginas cuadriculadas:

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