Los Lanzallamas

Retorna a su invisible martirio. ¿Qué importa que esté tendido en una cama y que sus párpados oculten sus ojos? Sin quererlo se ha disuelto en el mundo; cada partícula de ser viviente, cada techado, arroja en su sensibilidad la multiplicidad del misterio. Se dice que si el océano tuviera corazón, no podría padecer más que él. También se dijo: “Si yo hubiera estado condenado a caminar día y noche entre ciudades oscuras, en calles desconocidas, escuchando injurias de gente que nunca había tratado, no podría sufrir más”.

También se dijo: “He vivido como si alguien me llamara a cada momento desde distintos ángulos. Día y noche; día y noche. ¡Oh, Dios mío, qué importa el día y el sol oblicuo! Las mejillas me ardían como si tuviera una fiebre muy alta”.

Erdosain se aprieta la cara con las manos, de manera como si quisiera exprimir de su carne un grito que no puede articular su garganta. La angustia se cierne sobre él, semejante a las nubaredas de las grandes chimeneas en los cielos de los poblados industriales. Cuando piensa que su corazón puede estallar en fragmentos, un sentimiento de consuelo alivia su martirio. La muerte no es terrible. Es un descanso amoroso, tierno, mullido. Ahora sabe lo que es la muerte. Descansará siempre, y su carne se volatilizará en el silencio de la gusanera…

—¿Y el sol? —implora su alma—. ¿El sol de la noche?

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