Los Lanzallamas

—¡Hola! ¿Quién está ahí?… ¿Es usted?… Vea: tome inmediatamente un fotógrafo y váyase a Moreno. Erdosain se suicidó. Lleve a Walter. Háganle reportajes a los guardas y maquinistas del tren, a los pasajeros que viajaban en ese coche… 119… ¡Ah! Oiga, oiga… Saquen fotografías del vagón, del maquinista, del guarda. En seguida… Sí, tomen un auto si es necesario… Y muchas fotografías.

Cuelga el tubo y enciende la colilla que le cuelga del vértice de los labios.

Con el sombrero tumbado hacia las cejas y un pañuelo de nudo torcido sobre el nervudo cuello, se acerca indolente, arrastrando los pies y escupiendo por el colmillo, el Jefe de Revendedores. Con los tres únicos dedos de su mano izquierda se rasca la barba que le flanquea la cicatriz de una tremenda cuchillada en la mejilla derecha. Después tasca saliva, y al tiempo de apoyar los codos sobre una mesa metálica, del mismo modo que lo haría en el mostrador de una cantina, pregunta con voz enronquecida:

—¿Se mató Erdosain?

El Secretario lo envuelve en una rápida sonrisa.

—Sí.

El otro vapulea un instante larvas de ideas y termina su rumiar con estas palabras:

—Macanudo. Mañana tiramos cincuenta mil ejemplares más…

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