Los Siete locos

—Y la noche del día que nos casamos, ya solos en la pieza del hotel, ella se desnudó con naturalidad frente a la lámpara encendida. Ruborizado hasta las sienes, yo volví la cabeza para no mirarla y que no descubriera mi vergüenza. Luego me quité el cuello, el saco y los botines y me pues bajo las sábanas con los pantalones puestos. Sobre la almohada, entre sus rizos negros, ella volvió el rostro y dijo sonriendo con una risa extraña:

—¿No tenes miedo de que se te arruguen? Sácatelos, zoncito.

Más tarde, una distancia misteriosa la separó a Elsa de Erdosain. Se entregaba a él, pero con repugnancia, defraudada quién sabe en qué. Y él se arrodillaba a la cabecera de su cama, y le suplicaba que se le diera un instante, mas la mujer, con voz sorda de impaciencia, le respondía casi gritando:

—¡Déjame tranquila! ¿No ves que me das asco?

Refrenando un terror de catástrofe, Erdosain se hundía otra vez en su cama.


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