Los Siete locos

—No me acostaba, sino que permanecía sentado, casi apoyada la espalda en la almohada, mirando las tinieblas. Yo sabía que no había ningún objeto en estar mirando las tinieblas, pero me imaginaba que ella, compadecida de verme así, abandonado en la oscuridad, terminaría por apiadarse y decirme: «Bueno, vení si queras». Pero nunca, nunca, me dijo esas palabras, hasta que una noche le grité desesperado:

—¿Pero vos qué te pensás... que voy a estar masturbándome siempre?

Y entonces ella, serenamente, me contestó:

—Es inútil: yo no debía haberme casado con vos.








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