Los Siete locos

Al decir estas palabras, Erdosain había comenzado a pasearse en el reducido espacio de la habitación. Sentíase inquieto, y de reojo examinaba el ovalado rostro pecoso, con las finas cejas rojas bajo la visera verde del sombrero, y los labios como inflamados, mientras que las dos alas de cabello color de cobre ceñían las sienes cubriendo las orejas, y las pupilas transparentes lanzaban haces de mirada.

—No tiene casi senos —pensó Erdosain. Hipólita miraba en redor; de pronto, sonriendo amablemente, le preguntó:

—¿Qué es lo que usted, m'hijito, esperaba de mí?

Erdosain se sintió irritado por ese «m'hijito» intempestivo y prostibulario que se sumaba al canalla «paciencia, mala suerte». Por fin, dijo:

—No sé... en fin, me la imaginaba a usted menos fría... hay momentos en que da usted la idea de que es una mujer perversa... puede que me equivoque, pero... en fin... allá usted...

Hipólita se levantó:

—M'hijito, yo nunca he hecho comedias. He venido a usted, sencillamente, porque sabía que usted era su mejor amigo. ¿Qué quiere?... ¿Que me ponga a llorar como una Magdalena si no lo siento?... Ya he llorado bastante...

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