Los Siete locos

Ella también se había puesto de pie. Lo miraba con fijeza, pero la dureza de líneas que estaba rígida bajo la epidermis de su semblante como una armadura de voluntad se descompuso de fatiga. Con la cabeza inclinada ligeramente a un costado, a Erdosain le recordó a su esposa... bien podía ser ella... estaba en la puerta de una estancia desconocida... el capitán, indiferente, la miraba marchar ara siempre y no la detenía... la calle se abría ante ella... quizá fuera a parar a un hotel de muros sucios, y entonces, apiadado, dijo:

—Discúlpeme... estoy un poco nervioso. Usted está en su casa. Lo único que siento es que me haya encontrado sin dinero. Pero mañana tendré.

Hipólita volvió a ocupar la silla y Erdosain, al tiempo que caminaba se tomó el pulso. Las venas latían rápidamente. Fatigado de la tarde pasada con el Astrólogo y Barsut, dijo con amargura:

—Es pesada la vida... ¿eh?...

La intrusa miraba en silencio la punta de su zapa tito. Levantó los ojos y una arruga fina estrió su frente pecosa. Luego:

—Usted parece que está preocupado. ¿Le pasa algo?

—Nada... dígame... ¿sufrió mucho al lado de él?...

—Un poco. Es violento...

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