Los Siete locos

Había visto en las vidrieras de las ferreterías papeles pintados que en su reducida imaginación se le figuraba que tornarían soñadora la vida de los que se rodeaban de ellos, papeles pintados que eran como trasplantar en una casa el Bosque de los Encantamientos, con sus flores arbitrarias de azules y retorcidas en fondos listados de oro, y este sueño de los siete años fue en ella tan intenso, como más tarde cuando criada la idea que se hizo acerca del placer que experimentaría si pudiera tener un Rolls-Royce, cuya tapicería de cuero era tan preciosa en su imaginación, como lo fueran los imposibles papeles pintados que tan sólo costaban sesenta centavos el rollo.

Había declinado en tiempos idos. Recordaba ahora, con la cabeza del hombre sobre sus rodillas, aquellos atardeceres de domingo cuando súbitamente se encapotaba el tiempo y la brisa fría empujaba a sus amas del jardín a la sala. Picoteaba la lluvia en los cristales, ella se refugiaba en la cocina resplandeciente de limpia, y a través de las habitaciones llegaba la voz de las visitas, las señoras conversaban mientras que las niñas hojeaban revistas deteniéndose en las fotografías de las ceremonias nupciales, o tocaban el piano.


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