Los Siete locos

En el comedor sombroso las entreabiertas persianas dejaban ver el jardín. Tiernos tallos de madreselva trepaban hasta las maderas del marco. Insectos transparentes resbalaban en el aire junto al limonero y las paredes blancas se reflejaban en la rubia opacidad del piso encerado. Los flecos del mantel caían en torno de las patas cuadradas de la mesa. En un florero etrusco, un ramo de claveles desparramaba su a pimentada fragancia, y los cubiertos plateados brillaban sobre el lino y en la loza; las sombras se enroscaban como rulos en la vitrea convexidad de las copas, o se extendía en franjas triangulares sobre los platos. En una fuente ovalada había una mayonesa de langostinos.

El Astrólogo sirvió vino. Comían en silencio. Luego el Astrólogo trajo caldo amarillo de yemas de huevos, una bandeja de espárragos nadando en aceite, ensalada de alcachofas y más tarde pescado. Como postres hubo ricota rociada de canela y fruta.

Después sirvió café, y Erdosain le entregó el dinero. El Astrólogo lo recontó:

—Aquí tiene tres mil quinientos. Hágase varios trajes. Usted es un buen mozo y es conveniente que ande elegante.

—Muchas gracias... pero oiga... estoy muerto de sueño. Voy a dormir un rato. ¿Quiere despertarme a las cinco?

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