Los Siete locos

Una camilla mal cerrada goteaba en un tonel. Al pie del poste de una glorieta dormitaba un perro, y cuando se detuvo para llamar frente a la escalinata apareció por la puerta la gigantesca figura del Astrólogo, cubierto con un guardapolvo amarillo y la galera echada sobre la frente, sombreándole el anchuroso rostro romboidal. Algunos mechones de cabello rizado se escapaban sobre sus sienes, y su nariz, con el tabique fracturado en la parte media, estaba extraordinariamente desviada hacia la izquierda. Bajo sus cejas abultadas se movían vivamente unos redondos ojos negros, y esa cara de mejillas duras, surcadas de estrías rugosas, daba la impresión de estar esculpida en plomo. ¡Tanto debía de pesar esa cabeza!

¡Ah! ¿Es usted?... Pase. Le voy a presentar al Rufián Melancólico.

Atravesando el vestíbulo oscuro y hediondo a humedad, entraron a un escritorio de muros rameados por un descolorido papel verdoso.





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